EPISODIO 14 • OPULENCIA
Entre la admiración y la duda, se pregunta si la opulencia es un destino o una carga, y si realmente puede poseerla sin ser poseído por ella.
CAUTIVE SEASON
3/28/20255 min read


Martes me preguntó el fin de semana pasado: ¿Qué haría si lograra la libertad financiera? ¿Qué vendría después de haber alcanzado todas mis metas? ¿Hasta qué punto llegaría mi satisfacción, no solo económica o laboral, sino también espiritual, después de haberlo conseguido todo? Mi mente no pudo evitar imaginar Opulencia, pero no una opulencia tóxica ni arrogante. Quiero una opulencia que transforme, que beneficie a mi entorno, a mi gente, a mis proyectos, a mi nación. Tengo una fe inquebrantable en el potencial oculto de mi región y de mi casa. Pienso constantemente en grande: universidades, derrama económica en mi tierra, programas, proyectos cautivadores que dejen huella. Solo espero que Dios me conceda la oportunidad de hacerlo realidad. Quiero alcanzar la mayor opulencia posible, no solo para mí, sino para los Reales.
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La opulencia es una palabra que provoca emociones encontradas. En la sociedad, a menudo se asocia con el exceso, con el brillo de los poderosos y la distancia inalcanzable entre quienes la poseen y los cautivos quienes la observan desde lejos. En México, este concepto es aún más complejo: la opulencia convive con la escasez, se oculta en residencias privadas y se exhibe en eventos exclusivos, pero también se convierte en una aspiración colectiva, un símbolo de triunfo en un país donde la desigualdad marca los límites de la ambición.
Algunos la desprecian, viéndola como el reflejo de un sistema injusto. Otros la persiguen con fervor, convencidos de que el acceso a ella es la única vía para la verdadera libertad. Pero la opulencia no es solo riqueza; es la capacidad de transformar, de construir, de dejar huella. Es ahí donde surge la gran pregunta: ¿para qué tenerlo todo? ¿Cuál es el propósito detrás de la abundancia?
En ese dilema, tres voces se enfrentan.
Por un lado, una figura cautivante que se mueve con audacia, que no teme arriesgar y que ve en la opulencia una oportunidad de dominio. No le interesa la moralidad del asunto, solo el poder que emana de poseer. Para él, la opulencia es una meta en sí misma, una manera de afirmar su existencia con fuerza. Ve la sociedad y sus estructuras como simples tableros de juego, donde la astucia es la clave para acumular más.
Por otro lado, está aquel que la contempla con mesura. No la rechaza, pero tampoco la idolatra. Su visión es más amplia, más estratégica. No quiere la opulencia solo para sí, sino para elevar a los suyos, para abrir puertas que antes estaban cerradas. Sabe que la riqueza, bien administrada, es una herramienta para cambiar el destino de quienes vienen detrás. Su mirada se posa en universidades, en proyectos de impacto, en la posibilidad de que su tierra sea más que un espectador de la grandeza ajena.
Y, en medio de ambos, la tercera voz: una que duda, que se pregunta si la opulencia corrompe, si el deseo de más es un vacío sin fondo. Se enfrenta al dilema de si lo que busca es realmente necesario o si solo es un reflejo de una inquietud interna. En la noche, cuando la euforia de los planes se apaga, se pregunta si alguna vez será suficiente.
La opulencia, entonces, no es solo una condición económica. Es un reflejo cautivador del espíritu de una sociedad y de aquellos que la habitan. Es deseo y es miedo, es aspiración y es carga. No todos la entienden de la misma manera, pero su presencia siempre genera una reacción. En México, donde el contraste entre la riqueza y la carencia es tan marcado, la opulencia es tanto un sueño como una responsabilidad.
¿Qué haría uno con ella? ¿En qué momento deja de ser una meta y se convierte en un propósito? Quizá la respuesta esté en el equilibrio entre esas tres voces, en la fusión de la ambición con la ética, del deseo con la trascendencia. Porque al final, la opulencia que deja huella no es la que se acumula, sino la que se reparte.
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La opulencia de OT no es solo material; es una ambición profunda, un sueño que no se limita a acumular, sino a transformar. No se conforma con lo que tiene ni con lo que le rodea, porque siempre ha visto más allá. Su mente está llena de edificios que aún no existen, de proyectos que podrían cambiarlo todo, de una grandeza que no busca el reconocimiento individual, sino el impacto colectivo. Quiere para sí, pero también para los suyos. Quiere levantar algo que perdure, algo que no solo lo enriquezca, sino que lo trascienda.
Pero dentro de él, la opulencia se manifiesta de formas distintas. A veces se vuelve un deseo voraz, una urgencia incontrolable por lograrlo todo, por alcanzarlo ya, por desafiar las reglas establecidas sin importar las consecuencias. Otras veces, se convierte en una visión calculada, en una estrategia bien pensada, en la paciencia de quien sabe que el poder verdadero no está en lo inmediato, sino en lo que se construye con solidez. Y en ciertos momentos, es simplemente una duda silenciosa: ¿será suficiente? ¿Se puede realmente poseer la opulencia sin ser poseído por ella?
En ese torbellino de pensamientos, hay alguien que los martes entra y sale de su vida con la precisión de quien conoce el camino de ida y vuelta. Es una presencia firme, directa, sin adornos. Comparte, de algún modo, la misma idea de la opulencia, pero la aborda de otra manera. No sueña con transformar—o al menos no en los mismos términos—sino con conquistar, con tomar lo que cree que le corresponde sin dudar. Su visión es clara, cortante, sin espacio para la incertidumbre.
Y es ahí donde OT encuentra la cautivante contradicción. A veces, esa forma de pensar lo fascina; otras, lo desconcierta. Hay una conexión innegable entre ambos, una afinidad que se siente natural cuando hablan de lo que pueden llegar a ser, de lo que podrían alcanzar si jugaran sus cartas con precisión. Pero en otras ocasiones, cuando la conversación deja de girar en torno a la opulencia y toca fibras más profundas, algo en esa presencia lo desconcierta. Esa forma de ser, tan certera, tan tajante, choca contra su propia esencia.
Hay momentos en los que se siente alineado con ella, como si sus ambiciones fueran dos partes de un mismo plan. Pero también hay instantes en los que esa claridad le parece demasiado fría, demasiado calculada. Se pregunta si acaso él piensa demasiado, si es su propia mente la que complica lo que podría ser simple. Y entonces vuelve a lo que conoce: su visión, su proyecto, su propia opulencia. Porque al final, es lo único que realmente le pertenece.
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